La sentada al comedor viene con picante de pollo. Un plato típico del norte que incluye una presa de ave, arroz, papas y salsa generosa en condimentos, con pimiento, cebolla y caldo. El lugar es modestísimo. La tele encendida, manteles de plástico. Entre bocado y bocado, los locales entran y salen. Se distingue en su accionar la esencia de pueblo manso. Rostros curtidos por el viento y el sol, vestimentas humildes. Modales, gestos y charlas a años luz de la otra Argentina, la del centro rico. La certeza de saber que muchos países habitan en uno solo.
Distraídos con el manjar y la pintura que lo rodea, perdemos el sentido de referencia. Nos olvidamos que afuera, tras los muros de piedra, los colores agrietados y los posters de Boca Campeón, está Iruya. Aldea perdida en las profundidades de Salta, que acapara uno de los paisajes más impresionantes de nuestro suelo. Eso, y lo peculiar de la cultura autóctona, de escenarios donde la vida tiene otros modos, como el que regala la fonda donde orondos estamos. Hay una reliquia por conocer. Será después de la sobremesa.
Con vista a los cerros
Iruya está ubicado en las sierras de Santa Victoria, al límite con la provincia de Jujuy y a 300 kilómetros al norte de la ciudad de Salta. Tiene unos mil habitantes, que cada día ven amaneceres a 2.800 metros de altura. El pueblo pareciera suspendido en el aire, desafiando precipicios. Así, cada avistaje trae mil postales. Las caras multicolores de las montañas, sus violetas, verdes, marrones, anaranjados, azules y tantos más. El curso de los ríos Colanzulí y Milmahuasi que, allá abajo, marcan la cintura de la comarca. El vuelo de un cóndor.
Pero antes de meternos con la naturaleza, exploramos las calles. El mapa muestra un trazado sencillo, donde el suelo está hecho de piedra y las casas, de esfuerzo. El aspecto es pseudo colonial, semblante potenciando por las farolas y lo estrecho de las arterias. Los vecinos caminan a cabeza gacha, saludan tímidos y siguen el paso. A veces van acarreando alguna oveja. En la Plaza La Tablada, se pueden encontrar vacas y mulas. Los niños juegan cerquita, inmutables.
Muchos de los iruyenses tienen raíces indígenas, fundamentalmente collas como María, la señora que vende tortillas desde su horno callejero. Cada tarde se planta frente a la iglesia y aprovecha el pasar de propios y extraños para hacerse con algunos pesos. Justo ahí, un balcón da al abismo y a la gloria. Sencilla plataforma de roca donde los gigantescos cerros se aprecian con nitidez, al igual que las filas de casitas dispuestas en sus empinadas faldas. Todo está cerca y lejos, efecto visual que dispone un espectáculo sublime. Dos turistas exclaman su asombro en francés. Un burro los mira al lado, y calla.
Fuente: Argentina.ar
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